Me hallaba flotando en un baño de amargura. Agua y sal, ni más ni menos.
Mis lágrimas siguen recorriendo la colorida cortina de la ducha de mi melancolía. Ese plástico antiestético, que sirve para que el agua no escape del recinto que corresponde a la bañera.
Pero que a pesar de su utilidad, no duda en quedarse pegado a nuestra espalda, con el agua sobrante de lloros anteriores.
En realidad sonó el teléfono, y salí con prisas, ya que sabia que se trataba de una llamada importante. De hecho, mientras cruzaba el pasillo, contemplé restos de espuma resbalando por mi cuello.
Descolgué el aparato, y todo lo que me dijeron era que debería matar el tiempo. Irónico consejo, ya que mi reloj se ahorco tres meses atrás con su propia cuerda. Colgué.
Estaba desnudo, goteando, enfrente de la ventana, abierta. Era la primera semana de este extraño mes de noviembre, y el frio me sugirió volver a mi cálido refugio. Volví tras mis todavía húmedas huellas. Ahí seguía mi amargura, incitándome a sumergirme en mi desesperada auto consolación. La mire fijamente, y puesto que lo que veía era mi reflejo, me ahorre cualquier intercambio de palabras. Me quede unos instantes con la misma expresión, y decidí dejarlo para otro día.
La voz del otro lado de la línea puede estar orgullosa. Al fin y al cabo, es por ella por la que hago todo esto. Y ahora, háganme caso, la saliva de otros curara mejor sus heridas.
domingo, 2 de noviembre de 2008
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